14 de septiembre de 2009

Mi amigo Walter Henn ha muerto.


Nunca quería irse a dormir.

Su cansancio se quedaba sentado y se disipaba hablando.

Sabía hacer que las palabras hinchadas parecieran leves.

Para él la simetría no podía durar;
su sonrisa la hacía desaparecer.

Su ligereza dejaba sin trabajo a las columnas.
Su ingenio aparecía con paso de paloma.

La técnica lo obedecía casi siempre.

Para cada milagro encontraba una nueva máquina de levitación.

Hablábamos de espantapájaros;debían de hacerse móviles.
Pesaba más que Bayreuth y menosque una libra de cerezas.

Y no quería irse a dormir.
No poseía nada por mucho tiempo.
Todos lo querían inexorablemente.
Jugaba por contra y con los minutos y el dinero.
Hasta el agua la bebía con ansia.

Del codillo que le gustaba comerse dejaba cinco cuartos.
Y tenía miedo al dentista.
Y eludía sus problemas:
a izquierda y derecha, árboles en fila, de hoja perenne.

Y hacía creer a las mujeres regordetas
que eran chicas semitransparentes.

Y se retorcía su pelo de treinta y un años. (veintiun años).

Y no quería irse a dormir,
porque quería seguir hablando,
porque su sed estaba totalmente despierta,
porque su espectáculo no acababa,
porque para cada mutis se le ocurrían tres entradas en escena,
porque no sabía acabar y nunca lo intentaba:

astutas disculpas
dragones de papel,
bambalinas movidas de un lado a otro...

Pero ahora mi amigo,
que nunca quería irse a dormir,
está muerto.

No. No digáis prematuramente.

No habléis de los dioses
que lo amaban, como dice el rumor,
hablad del engaño, de la injusticia
estúpida y cuadriculada,
de la hora de cierre
que dice: ¡por hoy basta, señores!
hablad de nosotros, las sanguijuelas,
y del agujero que ha quedado:

imposible de llenar... mirándolo fijamente... sin dormir.

Günter Grass

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